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Leer es vida

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sábado, 11 de abril de 2015

Ababol

Una nueva estación nace ante nosotros, como siempre, año tras año. De la tierra emergen tímidas las primeras plantas, las amapolas entre ellas. Empiezan a abrirse y mostrar sus pétalos saludando a la recién llegada primavera.
Encuentro fascinante la fuerza de estas florecillas silvestres. El tiempo parece descolocado, hay días en los que llueve y el cielo está completamente tapado por un mar de nubes y otros en los que sale el sol radiante, y hace un día precioso y perfecto.
Cuando no deja de llover, como en estas pasadas Fallas, la gente procura salir lo más mínimo de sus casas –parece que tengan miedo a lo que nos ha dado la vida–. Cuando hace este tiempo y sales a la calle protegiéndote con el paraguas a mí, personalmente, me gusta mirar hacia abajo, ver cómo se estrellan las gotas contra el suelo, haciendo una casi insonora explosión en miniatura que en ocasiones moja desde ya pueden ser nuestros zapatos o la cara.
El sonido del móvil me despierta a diario, saco mi mano de entre las sábanas y la parafernalia que me cubre, que me envuelve dándome sensación de absoluta seguridad en ese pequeño refugio que conocemos vulgarmente como cama. Me tapo de nuevo, somnolienta y cubro mi cabeza con la colcha nueva que hacía dos semanas que mi madre había comprado en la tienda de cosas para el hogar en la “Calle Quart”, a unas manzanas de mi casa. Me desperezo por última vez en el interior de mi madriguera antes de volver a dormirme y de pronto, como si tan solo hubieran pasado apenas segundos oigo a mi abuela que me dice:
-Cristi, son las siete y media.-Me destapo y la veo de pie, mirándome cariñosa pero al mismo tiempo seria, con esa pose que tanto la caracteriza, con los brazos en jarras. La luz de la lamparita me molesta y me vuelvo a tapar instintivamente.-Cristi.-Repite, esta vez, algo más nerviosa.-Que es tarde…
Intento salir de la cama, pero tengo la sensación de que hay algo encima de mí, algo que me impide levantarme, pero mi abuela parece no comprenderlo y vuelve a decir mi nombre.
-Ya voy…-Suspiro saliendo a duras penas de la cama.
-No te tendrías que acostar tan tarde entresemana-Me aconseja mientras me abraza.
Afirmo con la cabeza y me voy a desayunar, como todas las mañanas en los días de colegio, me espera un té recién sacado del microondas y después el ponerme el uniforme y todo lo demás que he estado siguiendo durante los doce años que llevo en mi colegio.
Vuelvo al cuarto y veo a mi abuela, que me había hecho la cama y que me vuelve a recordar:
-Son menos veinticinco.-Y señala a su amado reloj, el que mi tío le había regalado hacía ya algo más de diez años y ella no se había despegado de él desde entonces.
De pronto oigo la voz de mi madre, recién levantada también que llama a mi abuela. Mientras que me cambio escucho la conversación:
-Ha vuelto, como todas las mañanas.-Decía emocionada en voz baja-Sígueme sin hacer ruido.-Y las oigo caminar hasta la cocina.
-Parece una golondrina-Comenta -Pero es otro tipo de ave… Será un pájaro silvestre. No cómo esos de jaula… No-Rectificó- Ningún pájaro es de jaula.
Entonces volvía mi abuela a la habitación, yo ya estaba casi lista para irme a la escuela.
-Es tarde-Insistía.
-Ves a atar a Pluto-Contestaba.
Ella siempre me acompaña al autobús, con mi perro, Pluto, un teckel (o perro salchicha) completamente negro. Durante ese rato de espera nos gustaba hablar, comentar las cosas del día anterior, contarnos los sueños que habíamos tenido aquella noche o simplemente me ponía a escucharla a ella, que me contaba todo tipo de anécdotas de sus “tiempos mozos”.
-Voy llamando al ascensor-Me anunciaba cuando ya le había puesto la correa a mi perro. Sus ojos ambarinos se clavaban en los míos-Que ya son menos diez.
Mi hogar parecía la “Casa de las horas”, en la que los segundos pasaban como minutos, sobre todo por las mañanas, cuando más remolona estaba. Sabía perfectamente que el autobús vendría a las ocho. Al fin, recogido todo salía de casa y me despedía de mi madre.
-Que tengas un buen día-Respondía ella con aquella mirada de complicidad que solo nosotras dos compartimos.
La puerta se cerró tras de mí y nada más bajar a la calle me pareció ver el pájaro que mi madre describía, en el balcón de enfrente, acurrucado en una bola de plumas y refugiándose de la fría lluvia de abril.

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