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Leer es vida

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domingo, 8 de marzo de 2015

La casualidad se esconde debajo del roble

Las caminatas vespertinas que solía hacer los viernes eran monótonas, había llegado a tal punto que ya no tenían nada de nuevo ni de emocionante, pero servían para zambullirme de pleno en el fin de semana y desconectar del colegio y los exámenes. Recuerdo perfectamente cómo decidí romper con aquella rutina, aquel día en el que, desviándome de mi sendero habitual, me encontré cara a cara con algo inesperado.
No sentía miedo, inseguridad ni vacilé en hacerlo, por el contrario, estaba tranquila y me agradaba bastante la idea de alterar mi costumbre. Justo en el momento en el que debía girar junto a los juncos a orillas del riachuelo por el que siempre pasaba, decidí seguir recto, y explorar y descubrir qué era aquello que había más allá de las frondosas plantas que se movían al compás de la calurosa brisa del mes de junio. Recuerdo cuando me paraba a descansar ya pasado ese tramo, y me imaginaba qué podría haber en el próximo recodo que se fundía con la maleza escondida vagamente entre las zarzamoras, que empezaban a descubrir sus frutos con la llegada del verano.
Había un par de carteles clavados en la tierra que advertían al senderista de un terreno sin asfaltar y, por lo tanto lleno de socavones y pedruscos que incomodarían mi paso, sin embargo, caminé relajadamente creando mi propio camino y caprichosamente agarré una mora que, para mi desgracia aún estaba demasiado verde y tras escupirla, un desagradable sabor amargo me acompañó hasta que, momentos después me resbalé y empecé a rodar ladera abajo hasta llegar a los pies de un roble que paró bruscamente mi caída, dejándome una pequeña herida superficial en la rodilla. Me levanté y mientras sacudía mi ropa me pareció que el mismo árbol me pedía disculpas, invitándome a curiosear, de alguna manera, en la madriguera que ocultaba en su base. Me quité la mochila y saqué la linterna para iluminarme, para mi sorpresa cuando la encendí y me asomé, ví conmovida cómo un par de ojitos castaños me miraban temblorosos y confusos, y observé que retrocedían para protegerse, un pelaje cobrizo y joven que pretendía esconderse en su refugio, porque yo lo estaba invadiendo y él estaba asustado, sin saber qué hacer. Me retiré en seguida, para no molestar más al pequeñín, un sabor dulce y compasivo sustituyó al anterior. Decidí volver a mi casa y fue al día siguiente cuando me percaté que la mirada del zorro había hecho mella en mí y necesitaba saber que seguía ahí, cerciorarme que estaba bien y  asegurarme que su madre ya había vuelto a por él o qué era lo que había pasado… Seguí el mismo camino que el del día anterior, preguntándome si habría más cachorros. Llegué hasta el viejo roble, me agaché con precaución, intentando no sobresaltar a su pequeño huésped, y un sentimiento de desasosiego inundó mi ser al ver que ya no estaba. Sentí algo de rabia al comprobar que ya no se encontraba allí, pero en cierto modo me alegré, lo más probable sería que su madre hubiera ido a por él y se lo hubiera llevado a otro escondite para no ser descubierto de nuevo.
Me giré sorprendida al oír un agudo gemido que parecía seguirme. Enternecida me di cuenta que ya no paseaba sola.