Una nueva estación nace ante nosotros, como siempre, año
tras año. De la tierra emergen tímidas las primeras plantas, las amapolas entre
ellas. Empiezan a abrirse y mostrar sus pétalos saludando a la recién llegada
primavera.
Encuentro fascinante la fuerza de estas florecillas
silvestres. El tiempo parece descolocado, hay días en los que llueve y el cielo
está completamente tapado por un mar de nubes y otros en los que sale el sol
radiante, y hace un día precioso y perfecto.
Cuando no deja de llover, como en estas pasadas Fallas, la
gente procura salir lo más mínimo de sus casas –parece que tengan miedo a lo
que nos ha dado la vida–. Cuando hace este tiempo y sales a la calle
protegiéndote con el paraguas a mí, personalmente, me gusta mirar hacia abajo,
ver cómo se estrellan las gotas contra el suelo, haciendo una casi insonora
explosión en miniatura que en ocasiones moja desde ya pueden ser nuestros
zapatos o la cara.
El sonido del móvil me despierta a diario, saco mi mano de
entre las sábanas y la parafernalia que me cubre, que me envuelve dándome
sensación de absoluta seguridad en ese pequeño refugio que conocemos
vulgarmente como cama. Me tapo de nuevo, somnolienta y cubro mi cabeza con la
colcha nueva que hacía dos semanas que mi madre había comprado en la tienda de
cosas para el hogar en la “Calle Quart”, a unas manzanas de mi casa. Me desperezo
por última vez en el interior de mi madriguera antes de volver a dormirme y de
pronto, como si tan solo hubieran pasado apenas segundos oigo a mi abuela que
me dice:
-Cristi, son las siete y media.-Me destapo y la veo de pie,
mirándome cariñosa pero al mismo tiempo seria, con esa pose que tanto la
caracteriza, con los brazos en jarras. La luz de la lamparita me molesta y me
vuelvo a tapar instintivamente.-Cristi.-Repite, esta vez, algo más
nerviosa.-Que es tarde…
Intento salir de la cama, pero tengo la sensación de que hay
algo encima de mí, algo que me impide levantarme, pero mi abuela parece no
comprenderlo y vuelve a decir mi nombre.
-Ya voy…-Suspiro saliendo a duras penas de la cama.
-No te tendrías que acostar tan tarde entresemana-Me
aconseja mientras me abraza.
Afirmo con la cabeza y me voy a desayunar, como todas las
mañanas en los días de colegio, me espera un té recién sacado del microondas y
después el ponerme el uniforme y todo lo demás que he estado siguiendo durante
los doce años que llevo en mi colegio.
Vuelvo al cuarto y veo a mi abuela, que me había hecho la
cama y que me vuelve a recordar:
-Son menos veinticinco.-Y señala a su amado reloj, el que mi
tío le había regalado hacía ya algo más de diez años y ella no se había despegado
de él desde entonces.
De pronto oigo la voz de mi madre, recién levantada también
que llama a mi abuela. Mientras que me cambio escucho la conversación:
-Ha vuelto, como todas las mañanas.-Decía emocionada en voz
baja-Sígueme sin hacer ruido.-Y las oigo caminar hasta la cocina.
-Parece una golondrina-Comenta -Pero es otro tipo de ave…
Será un pájaro silvestre. No cómo esos de jaula… No-Rectificó- Ningún pájaro es
de jaula.
Entonces volvía mi abuela a la habitación, yo ya estaba casi
lista para irme a la escuela.
-Es tarde-Insistía.
-Ves a atar a Pluto-Contestaba.
Ella siempre me acompaña al autobús, con mi perro, Pluto, un
teckel (o perro salchicha) completamente negro. Durante ese rato de espera nos
gustaba hablar, comentar las cosas del día anterior, contarnos los sueños que
habíamos tenido aquella noche o simplemente me ponía a escucharla a ella, que
me contaba todo tipo de anécdotas de sus “tiempos mozos”.
-Voy llamando al ascensor-Me anunciaba cuando ya le había
puesto la correa a mi perro. Sus ojos ambarinos se clavaban en los míos-Que ya
son menos diez.
Mi hogar parecía la “Casa de las horas”, en la que los
segundos pasaban como minutos, sobre todo por las mañanas, cuando más remolona
estaba. Sabía perfectamente que el autobús vendría a las ocho. Al fin, recogido
todo salía de casa y me despedía de mi madre.
-Que tengas un buen día-Respondía ella con aquella mirada de
complicidad que solo nosotras dos compartimos.
La puerta se cerró tras de mí y nada más bajar a la calle me
pareció ver el pájaro que mi madre describía, en el balcón de enfrente,
acurrucado en una bola de plumas y refugiándose de la fría lluvia de abril.
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